Yo era el novel que había llegado de provincias con los riñones cargados de tipografía que había que ir repartiendo por los periódicos de la capital, yo era el pelo apaisado, las gafas escasas, la boca insegura, el traje indeciso, la corbata sucia, la camisa pobre y la vocación, la vocación, un conglomerado de injusticia y locuacidad, de rebeldía y gramática, para enfrentarse con el mundo.
Espejos tristes de pensión, armarios de madera sola, con el gran espejo abultado, desfigurado, enfermo, leproso, lleno de lágrimas duras, donde yo me veía fracasado de antemano, y una máquina de escribir prestada, que había venido en el metro, negra, como una bomba de relojería, en cajones de vino, con muchos transbordos, entre los obreros y las chicas olorosas, y que daba notas falsas, letras en blanco por donde se iba todo el aire de mi vida, el desaliento de la vocación. Trabajar a mano, con letra insegura, trabajar a máquina, con espacios en blanco, con huecos dentro de las palabras, y fabricar algo, construir día a día un absurdo de prosa y miedo, todo el sinsentido de la vocación, del oficio, qué afán de escribirlo todo, manuscribir el mundo, mecanografiar la vida, encenagar de palabras la celulosa, la materia virgen de los bosques y el sueño blanco de las mujeres.
Ibas para joven malvado, querías hacer la crónica de la vida airada sin haberla vivido y sentías (Baudelaire) que el estudio de la belleza es un duelo en que el artista grita siempre horrorizado antes de sucumbir.