Así como Lorca oscurece un poco a Alberti, Alberti, a su regreso a España, oscureció un poco a Cendoya, que desde entonces, qué entonces, vive recluido en su piso de Chamartín de la Rosa, con su señora. No es sólo que la poesía social se haya pasado, con el advenimiento de la democracia o la muerte de Franco (la poesía social se pasó diez años antes), sino que el propio Daniel Cendoya ha renunciado a aquella versificación prosaica y cada día hace unos versos más esteticistas, intelectuales, incluso surrealistas, volviendo así a su juventud quebrada en 1936. Pero Cendoya ha hecho mucha vida de noche y vino, ha discutido de poesía y política hasta el alba, viviendo la rica confusión entre ambas cosas, y ha influido en un par de generaciones juveniles. Ahora, Cendoya se pasea por el parque de Berlín, nortes de la ciudad, con las pecas de la edad en la cara y en las manos (las pecas de la adolescencia vuelven en la vejez, como una ironía), un bastón con puño de plata en forma de T y su gran barriga de siempre, apenas atenuada por las dietas de la edad, ya que el organismo prefiere siempre tomar las grasas de otra parte, ignorando misteriosamente la barriga, respetándola como un atributo del yo. Daniel Cendoya, que contra Franco lo tenía muy claro, como todo el mundo, ahora lo tiene menos claro, de modo que en política ha optado por abstenerse y en poesía ha optado por tornar al experimentalismo de juventud, para el cual está muy dotado, ya que «lo social» siempre fue en él un voluntario empobrecimiento de su cultura y su pur sang literaria: sacrificio que nadie le ha agradecido ni pagado, que la vida es así, don Daniel, y hay que joderse y agarrarse para no caerse. Don Daniel se agarra al bastón.