He aquí que, más tarde, un día entre los días, fui yo a Barcelona a firmar mi premio Nadal. Era Sant Jordi, o como le llamen a eso los catalanes. En una caseta para noveles y revelaciones nos pusieron a Pemán y a mí. Al viejo y zurrado Umbral y al joven y purísimo Pemán, que estaba en esa penúltima adolescencia angélica que es la última vejez, y que tenía parkinson como Franco, su amigo/enemigo de toda la vida.
Nos gustó mucho estar juntos. Firmar firmamos poco, porque a los barceloneses no acabábamos de caerles (como dos representantes máximos que éramos del centralismo madrileño), pero en cambio hablamos mucho, lo pasamos muy bien, y yo me ayudaba el oído con la mano, como se ve en la foto, porque don José María hablaba ya en el palimpsesto oral de los que nos hablan como desde el otro lado de una urna cineraria:
—Ahora, ustedes, los jóvenes son ácratas, como yo de viejo, y por eso me gustan y me interesan.
—Yo aprendí a hacer artículos en usted, don José María, si es que he aprendido, y en otros escritores del ABC, desde los monárquicos a los falangistas, que todos escribían muy bien: Foxá, Sánchez Mazas, Montes, Mourlane, D’Ors, Ruano y todo eso.
Pero él me dijo lo mismo que me había dicho Cela, desnudo y con el tripón, cuando le visité en Ríos Rosas:
—Tú, Umbral, tienes voz propia, a ver qué haces con ella. Sin voz propia no se va a ninguna parte, hijo.
Luego Pemán se murió y hoy está olvidado, pero su fórmula de articulista yo la he utilizado mucho. Me quedo con el mecanismo y tiro las ideas a la basura. Él, últimamente, estaba empezando a hacer lo mismo.