A partir de una mujer real que me ama o me desea, puedo transformar el mundo. A partir de una muñeca de goma o de una prostituta urgente sólo puedo dar un orgasmo. La relación sexual es generadora de metáforas (de signos, diría Delleuze), pero la relación mecánica, convencional o rutinaria no genera nada, es metafóricamente muy pobre, incluso nula, no sólo por su misma limitación, sino porque al sustituir la metáfora, la mata. Si no tengo una mujer, tengo la metáfora de una mujer: el erotismo solitario. Si tengo una mujer, tengo la posibilidad de transformarla en otra mujer, de metaforizarla constantemente. Pero si en lugar de la metáfora imaginativa tengo una metáfora real (muñeca o prostituta) es indudable que mi metaforización se ha secado: me la han obturado. Ya no tengo la mujer ni la metáfora.
Llegaron a fabricar unas muñecas con el rostro y el cuerpo de Brigitte Bardot. Me parece que eran para la marina, para no sé qué marina. (Creo que la artista, incluso, se querelló.) Yo no tengo a Brigitte Bardot, pero tampoco quiero la muñeca. Yo tenso mi Brigitte Bardot imaginativa, mi metáfora de Brigitte Bardot, que vale más que la muñeca, por supuesto, y no diré más que Brigitte Bardot, pero sí que si me dieran a Brigitte Bardot, en seguida la transformaría en otra cosa, no por insatisfacción, claro (como se dice tontamente de los imaginativos) sino porque Brigitte Bardot —o sea la realidad, el mundo, la vida, la prosa— está para eso: para hacer otra realidad, otro mundo, otra vida, otra Brigitte Bardot. ¿Mejor o peor que la real?, preguntaría el ingenuo. Ni mejor ni peor. Lo que cuenta es el proceso.