Así las cosas, había llegado yo a Madrid para vivir todo eso, para fabricar libros mediante ese precipitado de obstinación e ignorancia que produce un tomo, mediante esa aleación de desencanto y frenesí que da una obra literaria, un volumen encuadernado, algo de la misma entidad física, más o menos, que una caja de puros llena o una caja de bombones mediada, y yo iba a dedicarme a la fabricación de cajas de bombones y de puros, iba a sumergirme en aquel clima de retrete, café con leche, muela picada y popularidad, respirando la halitosis de los genios y el olor a bodega de las bocas sagradas de la fama, y hacía siempre el mismo libro, ese que hace uno toda la vida, obsesivamente, inútilmente, desde el útero materno, y que seguirá haciendo, hilvanando, imaginando, más allá de la muerte, en el despachito apañado de la tumba. Pensiones de la Gran Vía y aledaños, con escaleras verticales, pederastas de cabaret, opositores y muchachas venéreas, pensiones del barrio de Salamanca, señoriales y decadentes, floreadas como el gran siglo, ricas en almohadones y empapelados, habitadas de húsares de acuarela, orlas, porcelanas esquilmadas, tresillos de cristal, alfombras sutilizadas y transparentadas por el tiempo, y una patrona señora y distante, enferma y maquillada, los chicos de las carreras técnicas gritando en el teléfono, las criadas, frescas y feas, duras y alegres, sacudiendo alfombras, friendo la pescadilla, cantando e invadiendo el viejo palacio con un viento popular, agreste y desnudo.