Los regeneracionistas, los arbitristas, los reformistas, como Ganivet, Costa, Cellorigo, Mallada, Picavea, etc., nos hablan siempre de un proyecto español para España, y en sus programas faltan las suficientes alusiones al modelo europeo. Parece que España, perdido el Imperio, decide encontrarse a sí misma, y esto es la filosofía del 98. Pero paralelamente a estos salvadores de la patria como tal patria corren los europeizantes, los afrancesados, los modernistas, los importadores de Krause y los institucionistas. Todos aquellos, en fin, más interesados en hacer España soluble en Europa que en construir/reconstruir una patria berroqueña.
Nace así la pugna entre casticismo y europeísmo, que recorre todo nuestro siglo XX y le da argumento. Esta pugna la había ignorado el siglo XVII, cerradamente casticista, aunque ya decadente. En el siglo siguiente, los afrancesados —Moratín, Blanco White— son una especie rara: afrancesados y anglosajonizados, como en el XIX lo fue el propio Larra, frente al costumbrismo aplaciente de Mesonero, o Espronceda, baironiano, frente al nacionalismo macho de Zorrilla. En nuestro siglo, Rubén Darío viene a ser una figura providencial, no sólo en la poesía, pero en las costumbres, la moda, el gusto y un cierto cosmopolitismo que empieza a mirar hacia París, y con él la burguesía campoamorina.