Otros domingos me quedaba en casa, con la fiebre de las amígdalas y la garganta florecida de medicinas, viendo en el techo las sombras de la tarde, y mi madre remota y tan cercana, en la habitación azul, yo no sé dónde, leyendo o escribiendo sobre la consola, aquella consola que tenía madera y alabeado de piano, que era como un piano hembra para la música de la prosa, el piano que tocaba mi madre, que no tocaba el piano.