Quevedo, Larra, Ramón Gómez de la Serna. De entre toda la literatura madrileña, copiosa, revuelta, caliente, habladora, esos tres nombres. Quevedo es el arrebato; Larra, la lucidez; Ramón, el lirismo. Con arrebato, lucidez y lirismo quisiéramos escribir, haber escrito de Madrid. Quevedescamente, larrianamente, ramonianamente. Demasiado, ¡ay!, para un hombre solo. Nazco en Madrid, Ribera de Curtidores y hago día a día, viviendo, escribiendo, amando en Madrid, muriendo en Madrid, periodísticamente, el libro de mi ciudad, mi libro de la ciudad.
No porque una ciudad sea más que otra ni quepan ya casticismos en un libro, sino porque prefiero lo concreto a lo general, la materia de la vida a la broma del idealismo.
Hay que ser de un sitio, de una ciudad, de un barrio, no por patriotismo (la idea de patria es una idea beligerante, peligrosa a la larga, quizá), sino por mera praxis, por aplicarse a una realidad concreta, evolucionable, vividera, conocida, transformable e incluso, quizá, mejorable.