En la banda reinaba el desconcierto. Dupont y yo, al atardecer, cruzamos el río por el puente y nos fuimos a casa. Nadie nos dijo nada. Íbamos en silencio y nos separamos en el primer cruce de calles. Dupont, que había leído en la biblioteca de la plaza muchas novelas de crímenes, debía estar un poco decepcionado. Sin duda, esperaba protagonizar —tan tímido y con aquellas orejas— una aventura de verdad, con juzgados, detectives e interrogatorios. Pero no dijo una palabra. Dupont sabía callar. Sabía perder.