La actividad sexual, reproductora, la fábrica interior de vida, en el hombre y en la mujer, no es sólo una urgencia, un placer, una apertura, una posibilidad de amor. Es, ante todo, ya, en el mundo de hoy, la llamada de la selva, el aviso repetido de la naturaleza, a veces el único vínculo que nos une a las realidades primeras, a la tierra, a la curva de los astros, al eterno retorno de las estaciones.
Cuando se vive una vida casi completamente artificial, el sexo, aparte de sus funciones, ritos, exigencias y ceremonias naturales, tiene un valor de realidad, una cualidad de aviso. Nos hemos despegado excesivamente de la tierra, de la especie, de la naturaleza, pero el sexo nos devuelve periódicamente a eso que el poeta llamó «lo más genital de lo telúrico». El sexo nos religa como la religión, nos reintegra, y en el hombre endurecido por la lucha, en la mujer desrealizada por la sofisticación, el aviso del sexo, una mañana, la urgencia del cuerpo, es una realidad siempre olvidada y siempre renovada.