Verlaine, como decíamos, se lleva toda la música, y la poesía empieza a ser un juego de imágenes, un naipe cubista de metáforas. ¿Dónde está el lirismo, en el sonido o en la plástica, en el hacernos oír o en el hacernos ver? A nuestro siglo, que viene a morir a las traseras de nuestra casa como un elefante de piedra olvidado de la selva, le ha faltado mucha música en la poesía, pero en cambio nos ha enriquecido los gozos de la vista con muchachas tan hermosas que no sabían hablar, como las de Huidobro, «tus ojos eran verdes pero yo me alejaba», las gruesas serpientes que dibujan su pregunta, como los cisnes de Rubén, tan leído por Aleixandre, y esas fuentes de París donde «los líquidos sonríen a los niños». Hay siglos —digámoslo ahora que ya no nos oye— para la música de Eric Satie o Moreas, pero de ningún modo ha sido un siglo ciego, sino que ha creado la mejor imaginería de todos los tiempos, desde los mares de Saint John Perse a las tierras baldías de Eliot.