Don José Calvo Sotelo amenaza en las Cortes con pasar a la acción. José Antonio amenaza en las calles de Madrid con pasar a la acción. El Gobierno amenaza con armar al pueblo. Rosa Luguillano, la Luguillana, es amable y tierna con Paulo. Tiene más años que él y, cuando están en la cama, Paulo puede verle unas canas en la punta del pelo. «Tú en esto estás pez, ¿no?», le dice la profesional. La mujer del teniente Castillo, en Madrid, recién casada, recibe un anónimo de la derecha: «¿Por qué te has casado con un futuro cadáver?». José Antonio no quiere ser un colaborador de Franco ni de Mola. José Antonio es un señorito a quien no le ha gustado la dictadura de Hitler ni la de Mussolini, cuando los visita, aunque de este último recibe dinero. Paulo se corre rápido cuando entra en la vagina profunda, maternal, caliente, húmeda e íntima de Rosa Luguillano. Rosa Luguillano tiene nombre de jardín y apellido de torero sin suerte, y así es ella, madrugadora como las flores y fatal como los toreros. Gil Robles es la democracia vaticanista, pero Calvo Sotelo y José Antonio son el fascismo de camisa blanca o de camisa azul. En la pequeña ciudad hay quinientos falangistas. Casares Quiroga, Alcalá Zamora, gentes así llevan el Gobierno de Madrid. Azaña es guadiánico y reaparece y desaparece de vez en cuando. Azaña desprecia a Sanjurjo, derrotado, humillado, y por lo tanto a Franco, que va a verle. Franco es breve, lacónico y eficaz, requemado de Áfricas y traiciones. Paulo se ha corrido y está inerme en los brazos de su amor. «Ven, que te lavo, calamidad», dice ella. Y efectivamente le lava la picha, esa picha que quería apuñalar Pepe el falangista. El mugido de una vaca sentimental, en la vaquería de al lado, es como el lamento general y rudo del atardecer. Todo ha terminado.