ANOCHE bailamos hasta las cuatro. El actor cansado, el periodista enfermo, la muchacha rubia de los grandes senos, la mujer bellamente, juvenilmente madura, la extranjera esbelta, el matrimonio burgués. Había un perro, música, imágenes. Esa hilazón indestructible (y que se destruye en un momento) de la amistad, la intimidad y la noche. ¿De qué nos defendemos cuando bailamos?

A mí, ya, la alegría y la música no me cogen por ninguna parte. En la reunión, como en todas las reuniones, había los que arden y los que no ardemos. Los que se mojan y los que no nos mojamos. Adivino bien, casi sin observar, quién se está abrasando en la hoguera del momento y quién permanece helado de frío, a la intemperie, fuera del círculo mágico, aunque esté dentro. Y ya esto quiere decir que yo no ardo. La vida, sí, nos vuelve incombustibles. Melancólico amianto, la tristeza. ¿De qué nos defendemos, repito, cuando bailamos? Uno se defiende de su enfermedad, otro de su miedo, otro de su fracaso. Una se defiende de su soledad, otra de su compañía. Lo que más admiro —no diré envidio— en noches así es el hombre o la mujer combustibles, poseídos de verdad por la fiesta, desposeídos de tiempo. Es una vieja admiración por el ser natural que come, baila, juega, duerme, ríe, habla, vive sin solución de continuidad. Acecho casi malignamente sus posibles desfallecimientos, el instante en que caerán otra vez en poder del tiempo. Nada, no hay desfallecimiento, salvo algún mero descanso físico. Casi desde pequeño he espiado y admirado y envidiado eso. Quería lograrlo para mí.