Me llevó a conocerle personalmente Ramón de Garciasol, a su despacho. Y Luis me deslumbró porque yo no esperaba que me deslumbrase. Le entregué un cuento para su revista, pero el cuento ya era lo de menos. El caso es que Rosales tenía unos ojos azules de león con los ojos azules.
Hablaba lento, profundo, distraído, amistoso, como si fuésemos amigos de toda la vida. Luego comprendí que él seguía su eterna conversación barroca y lúcida sobre todo y sobre nada, sobre Dios, el hombre, la poesía, la muerte, América, Garcilaso, la mujer, todo eso, y yo no era sino un nuevo interlocutor viejo, el heredero de otros monólogos, una ocasión joven para seguir hablando.