Verlaine, como decíamos, se lleva toda la música, y la poesía empieza a ser un juego de imágenes, un naipe cubista de metáforas. ¿Dónde está el lirismo, en el sonido o en la plástica, en el hacernos oír o en el hacernos ver? A nuestro siglo, que viene a morir a las traseras de nuestra casa como un elefante de piedra olvidado de la selva, le ha faltado mucha música en la poesía, pero en cambio nos ha enriquecido los gozos de la vista con muchachas tan hermosas que no sabían hablar, como las de Huidobro, «tus ojos eran verdes pero yo me alejaba», las gruesas serpientes que dibujan su pregunta, como los cisnes de Rubén, tan leído por Aleixandre, y esas fuentes de París donde «los líquidos sonríen a los niños». Hay siglos —digámoslo ahora que ya no nos oye— para la música de Eric Satie o Moreas, pero de ningún modo ha sido un siglo ciego, sino que ha creado la mejor imaginería de todos los tiempos, desde los mares de Saint John Perse a las tierras baldías de Eliot.

Don José Calvo Sotelo amenaza en las Cortes con pasar a la acción. José Antonio amenaza en las calles de Madrid con pasar a la acción. El Gobierno amenaza con armar al pueblo. Rosa Luguillano, la Luguillana, es amable y tierna con Paulo. Tiene más años que él y, cuando están en la cama, Paulo puede verle unas canas en la punta del pelo. «Tú en esto estás pez, ¿no?», le dice la profesional. La mujer del teniente Castillo, en Madrid, recién casada, recibe un anónimo de la derecha: «¿Por qué te has casado con un futuro cadáver?». José Antonio no quiere ser un colaborador de Franco ni de Mola. José Antonio es un señorito a quien no le ha gustado la dictadura de Hitler ni la de Mussolini, cuando los visita, aunque de este último recibe dinero. Paulo se corre rápido cuando entra en la vagina profunda, maternal, caliente, húmeda e íntima de Rosa Luguillano. Rosa Luguillano tiene nombre de jardín y apellido de torero sin suerte, y así es ella, madrugadora como las flores y fatal como los toreros. Gil Robles es la democracia vaticanista, pero Calvo Sotelo y José Antonio son el fascismo de camisa blanca o de camisa azul. En la pequeña ciudad hay quinientos falangistas. Casares Quiroga, Alcalá Zamora, gentes así llevan el Gobierno de Madrid. Azaña es guadiánico y reaparece y desaparece de vez en cuando. Azaña desprecia a Sanjurjo, derrotado, humillado, y por lo tanto a Franco, que va a verle. Franco es breve, lacónico y eficaz, requemado de Áfricas y traiciones. Paulo se ha corrido y está inerme en los brazos de su amor. «Ven, que te lavo, calamidad», dice ella. Y efectivamente le lava la picha, esa picha que quería apuñalar Pepe el falangista. El mugido de una vaca sentimental, en la vaquería de al lado, es como el lamento general y rudo del atardecer. Todo ha terminado.

Es un poco sonámbula la vida, qué hacemos tú y yo aquí, tan repetidos, hay un sonambulismo del vivir, amor, borrachera de tiempo ¿en qué tiempo ocurre lo que nos ocurre? Tú me inventas un presente, más o menos lo he escrito, hecho de actos pequeños, como una alfombra de nudos, y yo te invento a ti, yo te he inventado, tú existes porque yo escribo de ti. Pero yo no tendría un presente en que escribir si tú no me lo creases, cada día, con tu insistencia en todo lo menudo, ritos del desayuno, esa ropa que se seca al sol, como jarcias del navío de mi pecho, tu rumor por la casa, limpiando, ordenando, trayendo a su presente, que es el nuestro, todas las cosas que hemos dejado atrás.

La mutación matrimonial de Cela nos lleva a una inevitable reflexión sobre el escritor y las mujeres. Camilo José, muy polarizado en el objetivo único de su vida, triunfar, volver a triunfar, erigirse, ser, no puede perder el tiempo en idilios de cafetería con jovencitas. De modo que la solución rápida de su sexualidad son las putas, que además le aportan literatura, lenguaje, modos marginales a los modos burgueses que le hubieran correspondido. Cela encuentra en las putas, no sólo la solución de su vida sexual, sino un enriquecimiento dialectal y de costumbres que es de lo mejor de su obra y el entronque directo —buscad a la mujer— con los clásicos.

He aquí que, más tarde, un día entre los días, fui yo a Barcelona a firmar mi premio Nadal. Era Sant Jordi, o como le llamen a eso los catalanes. En una caseta para noveles y revelaciones nos pusieron a Pemán y a mí. Al viejo y zurrado Umbral y al joven y purísimo Pemán, que estaba en esa penúltima adolescencia angélica que es la última vejez, y que tenía parkinson como Franco, su amigo/enemigo de toda la vida.

Nos gustó mucho estar juntos. Firmar firmamos poco, porque a los barceloneses no acabábamos de caerles (como dos representantes máximos que éramos del centralismo madrileño), pero en cambio hablamos mucho, lo pasamos muy bien, y yo me ayudaba el oído con la mano, como se ve en la foto, porque don José María hablaba ya en el palimpsesto oral de los que nos hablan como desde el otro lado de una urna cineraria:

—Ahora, ustedes, los jóvenes son ácratas, como yo de viejo, y por eso me gustan y me interesan.

—Yo aprendí a hacer artículos en usted, don José María, si es que he aprendido, y en otros escritores del ABC, desde los monárquicos a los falangistas, que todos escribían muy bien: Foxá, Sánchez Mazas, Montes, Mourlane, D’Ors, Ruano y todo eso.

Pero él me dijo lo mismo que me había dicho Cela, desnudo y con el tripón, cuando le visité en Ríos Rosas:

—Tú, Umbral, tienes voz propia, a ver qué haces con ella. Sin voz propia no se va a ninguna parte, hijo.

Luego Pemán se murió y hoy está olvidado, pero su fórmula de articulista yo la he utilizado mucho. Me quedo con el mecanismo y tiro las ideas a la basura. Él, últimamente, estaba empezando a hacer lo mismo.

Galdós y Baroja hacen la novela sucesiva, en que las cosas van ocurriendo y siendo presentadas por su orden (más ocasional y perezoso en Baroja, más riguroso en Galdós).

Valle hace por primera vez la novela simultánea, en El ruedo ibérico, a la par, sí, de los norteamericanos, pero por intuición del jadeo de una ciudad, y no por mimetismos imposibles. Al escritor novel de la periferia que era yo, le indignaba que de Valle sólo funcionase el teatro, porque lo montaba Tamayo con Nati Mistral mostrando un seno franquista en el Bellas Artes, en tanto que los que iban todas las tardes a revolverle el café a Baroja le decían a uno que Valle sólo era un modernista/esteticista.

¿Se ha escrito en España la novela de la modernidad, si no es El ruedo ibérico? ¿Quién ha hecho el prodigio —los galdobarojianos menos que nadie, por supuesto— de convertir el cronicón del XIX en una de las grandes novelas de la modernidad, que abre caminos en España (caminos que nadie sigue) como Joyce o la Woolf en la literatura anglosajona, como Musil en la alemana, como Proust en la francesa? El simultaneísmo, la ausencia de protagonista (Joyce transmuta al héroe en antihéroe, pero viene a ser lo mismo), el sentido coral de la novela es algo tan moderno y vigente que los españoles aún no lo hemos entendido.

Se ha dicho que Castilla hace sus hombres y los gasta. Es una frase de rudeza y simplismo militar. Lo que ocurre, más bien, es que España es una gran desperdiciadora de hombres. A España le nacen los hombres (que tampoco los hace, sino que, en todo caso, los deshace). Y no los gasta, sino que los derrocha.

El Gran Capitán es, ante todo, un gran derrochado.

A Quevedo se le derrocha en intrigas de condottiero o se le usa como preso, en San Marcos de León.

¿No había otra joya que guardar en el estuche arquitectónico de San Marcos que el gran barroco Francisco de Quevedo? Nuestro siglo derrocha a Unamuno en una cátedra de provincias. Derrocha a Machado en institutos intransitables. Derrocha a Valle-Inclán desgastándole de hambre. Derrocha a Ortega y D’Ors en el periodismo.

No es que no salga nada. Es que todo lo derrochamos.
A partir de una mujer real que me ama o me desea, puedo transformar el mundo. A partir de una muñeca de goma o de una prostituta urgente sólo puedo dar un orgasmo. La relación sexual es generadora de metáforas (de signos, diría Delleuze), pero la relación mecánica, convencional o rutinaria no genera nada, es metafóricamente muy pobre, incluso nula, no sólo por su misma limitación, sino porque al sustituir la metáfora, la mata. Si no tengo una mujer, tengo la metáfora de una mujer: el erotismo solitario. Si tengo una mujer, tengo la posibilidad de transformarla en otra mujer, de metaforizarla constantemente. Pero si en lugar de la metáfora imaginativa tengo una metáfora real (muñeca o prostituta) es indudable que mi metaforización se ha secado: me la han obturado. Ya no tengo la mujer ni la metáfora.

Llegaron a fabricar unas muñecas con el rostro y el cuerpo de Brigitte Bardot. Me parece que eran para la marina, para no sé qué marina. (Creo que la artista, incluso, se querelló.) Yo no tengo a Brigitte Bardot, pero tampoco quiero la muñeca. Yo tenso mi Brigitte Bardot imaginativa, mi metáfora de Brigitte Bardot, que vale más que la muñeca, por supuesto, y no diré más que Brigitte Bardot, pero sí que si me dieran a Brigitte Bardot, en seguida la transformaría en otra cosa, no por insatisfacción, claro (como se dice tontamente de los imaginativos) sino porque Brigitte Bardot —o sea la realidad, el mundo, la vida, la prosa— está para eso: para hacer otra realidad, otro mundo, otra vida, otra Brigitte Bardot. ¿Mejor o peor que la real?, preguntaría el ingenuo. Ni mejor ni peor. Lo que cuenta es el proceso.

El peine de oro y nácar para el largo pelo negro, los pendientes de perlas filipinas, o quién sabe, la sombra para los pómulos, los polvos para la nariz (frustrada nariz egipcia), el carmín inglés para la boca que hay que inventarse, porque apenas hay boca, los collares de oro, de plata, y los collares traídos del fondo del mar, forjados minuciosamente por los orífices/artífices que trabajaban en el fondo del mar. La máscara de maquillaje para la máscara del rostro, el dibujo negro, largo y persa para los ojos, grandes y relevantes, con más color que mirada. Fe Segovia se arregla lentamente, ritualmente, minuciosamente, para la cena de esta noche, para la cena en casa de María Catalina Gentil de Biena.

Yo era el novel que había llegado de provincias con los riñones cargados de tipografía que había que ir repartiendo por los periódicos de la capital, yo era el pelo apaisado, las gafas escasas, la boca insegura, el traje indeciso, la corbata sucia, la camisa pobre y la vocación, la vocación, un conglomerado de injusticia y locuacidad, de rebeldía y gramática, para enfrentarse con el mundo.

Espejos tristes de pensión, armarios de madera sola, con el gran espejo abultado, desfigurado, enfermo, leproso, lleno de lágrimas duras, donde yo me veía fracasado de antemano, y una máquina de escribir prestada, que había venido en el metro, negra, como una bomba de relojería, en cajones de vino, con muchos transbordos, entre los obreros y las chicas olorosas, y que daba notas falsas, letras en blanco por donde se iba todo el aire de mi vida, el desaliento de la vocación. Trabajar a mano, con letra insegura, trabajar a máquina, con espacios en blanco, con huecos dentro de las palabras, y fabricar algo, construir día a día un absurdo de prosa y miedo, todo el sinsentido de la vocación, del oficio, qué afán de escribirlo todo, manuscribir el mundo, mecanografiar la vida, encenagar de palabras la celulosa, la materia virgen de los bosques y el sueño blanco de las mujeres.

Ibas para joven malvado, querías hacer la crónica de la vida airada sin haberla vivido y sentías (Baudelaire) que el estudio de la belleza es un duelo en que el artista grita siempre horrorizado antes de sucumbir.


Así como Lorca oscurece un poco a Alberti, Alberti, a su regreso a España, oscureció un poco a Cendoya, que desde entonces, qué entonces, vive recluido en su piso de Chamartín de la Rosa, con su señora. No es sólo que la poesía social se haya pasado, con el advenimiento de la democracia o la muerte de Franco (la poesía social se pasó diez años antes), sino que el propio Daniel Cendoya ha renunciado a aquella versificación prosaica y cada día hace unos versos más esteticistas, intelectuales, incluso surrealistas, volviendo así a su juventud quebrada en 1936. Pero Cendoya ha hecho mucha vida de noche y vino, ha discutido de poesía y política hasta el alba, viviendo la rica confusión entre ambas cosas, y ha influido en un par de generaciones juveniles. Ahora, Cendoya se pasea por el parque de Berlín, nortes de la ciudad, con las pecas de la edad en la cara y en las manos (las pecas de la adolescencia vuelven en la vejez, como una ironía), un bastón con puño de plata en forma de T y su gran barriga de siempre, apenas atenuada por las dietas de la edad, ya que el organismo prefiere siempre tomar las grasas de otra parte, ignorando misteriosamente la barriga, respetándola como un atributo del yo. Daniel Cendoya, que contra Franco lo tenía muy claro, como todo el mundo, ahora lo tiene menos claro, de modo que en política ha optado por abstenerse y en poesía ha optado por tornar al experimentalismo de juventud, para el cual está muy dotado, ya que «lo social» siempre fue en él un voluntario empobrecimiento de su cultura y su pura sangre literaria: sacrificio que nadie le ha agradecido ni pagado, que la vida es así, don Daniel, y hay que joderse y agarrarse para no caerse. Don Daniel se agarra al bastón.


El único escritor profesional y reconocido en Madrid que teníamos en la provincia era Miguel Delibes desde su Premio Nadal. Pero Miguel no acudió jamás a estos saraos antañones e inútiles. Yo le conocí pocos años más tarde en la redacción de El Norte de Castilla. Miguel me consagró literariamente cuando una tarde me diera veinte duros por un artículo.

Miguel Delibes, con precisión y optimismo, como hacía él las cosas, fue introduciendo mis artículos en periódicos y radios de provincias. Miguel estaba contento con el descubrimiento de un escritor nuevo que se llamaba Francisco Umbral. Él fue mi primer público y mi primer promotor. Tuvimos unos años de trabajar juntos. Yo atendía y entendía bien sus encargos y él comprendió en seguida lo que se podía esperar de mí y lo que no se podía esperar. Las mejores amistades nacen a la sombra de un trabajo compartido.

Coincido en una televisión con Concha Velasco. Pasamos una hora de espera, solos, charlando. Ella whisky y yo ginebra. «Estoy en una mala edad, Umbral.» Comprendo lo que quiere decir. La actriz, la cómica —me gusta decir «cómica» y «cómicos», como dicen ellos, con viejo y entrañable autodesprecio— tiene unos años en que ya es vieja para damita joven y todavía es joven para madre vieja, para «característica». Concha, que ha triunfado casi excesivamente (entiéndaseme), está viviendo la incertidumbre de esa transición, que en cambio no se da en los actores porque el género masculino somos más favorecidos por la sociedad, el tiempo y la profesión, casi siempre. En la mujer —aunque sea gran artista, como ésta— siempre y sólo se busca la lozanía. El hombre puede madurar e incluso ennoblecerse con los años. Siempre hay un papel para el hombre en el teatro y, lo que es más importante, en la vida. Concha tiene una belleza tan española que su cara es casi un tópico. Un tópico con un lunar. Y la risa perdurable. Cuando la creemos y sabemos triunfadora, basta un rato de charla íntima para que se me ensombrezca la gran riente, después de tantos años (ella cree que somos paisanos de Valladolid, aunque no es verdad).


Qué alivio, a medida que vamos abandonando misiones, en la vida. Ahora escribo frente a la ventana, comienzo un libro, un diario, no sé, algo sin otra forma que la forma natural de mi existencia, sin otro ritmo que el de mis días, que tampoco van siendo ya muy rítmicos.

Y no hago este libro, ni nada de lo que hago, buscando la profundidad, mi profundidad o la del mundo. Nunca he creído en la profundidad, ese mito en forma de pozo. Hegel, Freud, Adorno niegan la profundidad del hombre. El hombre es complejo por fuera y elemental por dentro. Más que elemental, común. Dice Laforgue: «La mujer es un ser usual». Y el hombre. Somos usuales, lo cual quiere decir, por el lado positivo, que tenemos algún uso. Y ya está bien.


Esta duda nada metódica, esta circunstancia conflictiva de España viene de que el español no se encuentra bien instalado en su medio, en su cultura, en su sociedad, desde que empezó la decadencia. El francés no se plantea nunca su ser francés (un hombre tan universal como Sartre sólo hace citas de escritores franceses). En cuanto al anglosajón, no es necesario señalar la condición insular de su cultura. La lengua inglesa sólo se ha universalizado a través de Estados Unidos. El español, en cambio, siempre está citando extranjeros, personas o ciudades, escritores o científicos. El conflicto casticismo/europeísmo se da en España no sólo en unas tribus contra otras, y en unas épocas contra otras, o en un hombre contra otro, sino también dentro del mismo hombre.


El rey don Juan Carlos, con los demás, no sé cómo es, pero conmigo es cambiante. El Borbón borbonea, que es lo suyo. Nos vemos varias veces al año, en sitios tan restringidos como Alcalá de Henares (con Chillida) o en La Zarzuela o el palacio de Oriente, entre republicanos, exiliados y toda la gallofa política y literaria, y un día que le dije «Cielo» a una infanta se la llevó en seguida:

—Cuidado con este Umbral, que tiene mucho peligro. Acaba de conocerte y ya te llama cielo.


Yo nunca fui rechazado por la Academia porque nunca me presenté. Presentaban a un tal Umbral que follaba y decía tacos, que escribía libros hermosos y sucios, que se salía por arriba de todas las aduanas del diccionario. Lo que ha habido entre la Academia y yo, más que un rechazo mutuo, es un equívoco. Pero sigo con Víctor y otros titulares con medalla.


Ahí queda su libro censurado, mancillado por los críticos y los jueces, mutilado e inmortal, como un puñado de hojas que el otoño ha reunido en el Luxemburgo. Hoy ese libro se estudia en todos los colegios de Francia y en todas las universidades del mundo. Las capitulares de Las flores del mal son los gatos escépticos y monologantes que ilustraron su soledad, los gatos que se pasean por los aleros del libro como por el tejado del suicida cuya vida no fue sino un largo suicidio. Había comprendido que no se puede «ser sublime sin interrupción». Pero Baudelaire, padre de la modernidad, sí es leído sin interrupción.


El hombre vive desgarrado entre las dos vías más profundas de conocimiento directo del mundo, la oral y la sexual, que la evolución ha situado, en él, a gran distancia la una de la otra.

Casi todos los mamíferos disfrutan o viven oralmente su falo, menos el hombre, por su posición erecta (casi todos los niños hemos intentado, mediante inútiles retorcimientos, alcanzar nuestro falo con la boca). De este distanciamiento trágico (uno de los precios que pagamos por la evolución), quizá vengan todas las homosexualidades: el hombre y la mujer disfrutan del sexo de otra persona como vicario del propio.

Lo que pasa es que el falo es falible. Esta falibilidad del falo —fiasco, lo llamaba Stendhal—, engendra toda la inseguridad del hombre y, por tanto, toda su seguridad; fascismos. Hitler era ciclón, que es como se llama en castellano al hombre de un solo testículo. El falo, falible o no falible, siempre compensa y remedia su falibilidad mediante la fantasía. Las fantasías del falo, las fantasías eróticas de la adolescencia y el sueño, superan con mucho las necesidades y posibilidades del falo. El falo imagina por sí mismo. El falo tiene imaginaciones que la imaginación (racional) ignora.


—Mira, Asís, estamos asistiendo a una constante de la historia. Olivares prescinde de Quevedo cuando se le antoja. Y, por venir más cerca, Alfonso XIII prescinde de Primo de Rivera cuando ya le resulta incómodo. El caso de Carlos V, agachándose a recoger el pincel caído de Tiziano ya viejo, es un caso que hace excepción. Franco prescinde de Serrano Súñer cuando le molesta y así sucesivamente. Felipe ha prescindido de Alfonso Guerra, no por lo del hermano, que cosas más graves se han visto y se verán atenuadas por la mano de Felipe. A Alfonso se le despide porque la criatura siempre se vuelve contra su creador, y Felipe es creación de Guerra, quien le lleva al teatro, en Sevilla, y luego le hace comprender que su manifiesto porvenir político, indeciso a esa edad, está en el PSOE. Quizá sin Alfonso, Felipe hubiera caído en otras tentaciones, como el comunismo de Carrillo, que era la más fuerte por entonces. Pero Guerra es ya otro Felipe, el revés del jefe, y un jefe, llegando donde ha llegado, no puede tener un doble, porque los dobles traicionan, como los «negros» en literatura.


Morisco del Hondo Sur, por su madre, cortisonado y retórico, Felipe González se me presenta hoy, en uno de tantos encuentros madrileños, periodísticos, como un viejo muchacho, adolescente apócrifo y cansado, con siete años menos que yo, ropa italiana elegida por su mujer, Carmen Romero (ay cuando la esposa ya sólo se queda para la guardarropía, para la prendería deserotizada del matrimonio), cenceño, irónico y mayormente cínico.


Otros domingos me quedaba en casa, con la fiebre de las amígdalas y la garganta florecida de medicinas, viendo en el techo las sombras de la tarde, y mi madre remota y tan cercana, en la habitación azul, yo no sé dónde, leyendo o escribiendo sobre la consola, aquella consola que tenía madera y alabeado de piano, que era como un piano hembra para la música de la prosa, el piano que tocaba mi madre, que no tocaba el piano.



Los regeneracionistas, los arbitristas, los reformistas, como Ganivet, Costa, Cellorigo, Mallada, Picavea, etc., nos hablan siempre de un proyecto español para España, y en sus programas faltan las suficientes alusiones al modelo europeo. Parece que España, perdido el Imperio, decide encontrarse a sí misma, y esto es la filosofía del 98. Pero paralelamente a estos salvadores de la patria como tal patria corren los europeizantes, los afrancesados, los modernistas, los importadores de Krause y los institucionistas. Todos aquellos, en fin, más interesados en hacer España soluble en Europa que en construir/reconstruir una patria berroqueña.

Nace así la pugna entre casticismo y europeísmo, que recorre todo nuestro siglo XX y le da argumento. Esta pugna la había ignorado el siglo XVII, cerradamente casticista, aunque ya decadente. En el siglo siguiente, los afrancesados —Moratín, Blanco White— son una especie rara: afrancesados y anglosajonizados, como en el XIX lo fue el propio Larra, frente al costumbrismo aplaciente de Mesonero, o Espronceda, baironiano, frente al nacionalismo macho de Zorrilla. En nuestro siglo, Rubén Darío viene a ser una figura providencial, no sólo en la poesía, pero en las costumbres, la moda, el gusto y un cierto cosmopolitismo que empieza a mirar hacia París, y con él la burguesía campoamorina.
Así las cosas, había llegado yo a Madrid para vivir todo eso, para fabricar libros mediante ese precipitado de obstinación e ignorancia que produce un tomo, mediante esa aleación de desencanto y frenesí que da una obra literaria, un volumen encuadernado, algo de la misma entidad física, más o menos, que una caja de puros llena o una caja de bombones mediada, y yo iba a dedicarme a la fabricación de cajas de bombones y de puros, iba a sumergirme en aquel clima de retrete, café con leche, muela picada y popularidad, respirando la halitosis de los genios y el olor a bodega de las bocas sagradas de la fama, y hacía siempre el mismo libro, ese que hace uno toda la vida, obsesivamente, inútilmente, desde el útero materno, y que seguirá haciendo, hilvanando, imaginando, más allá de la muerte, en el despachito apañado de la tumba. Pensiones de la Gran Vía y aledaños, con escaleras verticales, pederastas de cabaret, opositores y muchachas venéreas, pensiones del barrio de Salamanca, señoriales y decadentes, floreadas como el gran siglo, ricas en almohadones y empapelados, habitadas de húsares de acuarela, orlas, porcelanas esquilmadas, tresillos de cristal, alfombras sutilizadas y transparentadas por el tiempo, y una patrona señora y distante, enferma y maquillada, los chicos de las carreras técnicas gritando en el teléfono, las criadas, frescas y feas, duras y alegres, sacudiendo alfombras, friendo la pescadilla, cantando e invadiendo el viejo palacio con un viento popular, agreste y desnudo.

EL REY Y LA REINA

Tormenta republicana, duelo al sol, clamor popular, griterío en los periódicos, querella monárquica, me sumo a la balasera. El rey ha hecho lo último que podíamos esperar de él, lo incalificable, lo afrentoso: el rey se ha dejado pintar otra vez por Revello de Toro.

Ni OTAN ni Maastricht. A uno le parece que lo más grave que ha obrado don Juan Carlos desde entonces hasta hoy es reincidir en Revello de Toro, posar otra vez para el gran pintor de calendarios, y, lo que es más inexplicable y cruento, mandar que metan a la reina Sofía en otro retrato parejo del parejo Revello. ¿Cómo no van a rugir las masas en la Casa de Campo, cómo no van a clamorear los periódicos, cómo no van a ponerse en pie los parlamentarios, como un solo escaño, ante tal abuso de poder?

A los antepasados de este rey los pintaban Velázquez y Goya. Todavía a don Alfonso XIII lo pintó Sorolla en el Retiro o por ahí, hermoso cuadro lleno de luz heráldica y sombra de la Historia. Desoyendo el gusto de su abuelo y la grandeza pictórica de sus ancestros, el rey actual, Juan Carlos, un hombre que ha dado la mano a Antonio López y a Chillida y a Álvaro Delgado, entre otros grandes artistas, se hace retratar una y otra vez por el habilidosillo portadista Revello de Toro. ¿Adónde va la Monarquía, adónde va la Constitución, adónde va España, Señor, Señor?

Los editorialistas están en una llaga estos días, los pensadores políticos están en un grito, desde la izquierda roussoniana y campestre a la derecha liberal y progresiva de Aznar, la España se cruje ante tan inmenso error. ¿Es que el rey cree que puede elegir sus pintores libremente, como si esto fuera una monarquía absoluta? ¿Es que el gusto del pueblo y de los intelectuales no cuenta?

Don Juan Carlos ha vuelto a agraviar a los artistas de España, tantos y muchos, todos buenos, decantándose por el más convencional, y ha sometido a igual perpetración histórica a la reina, esta reina dulce, ilustrada y grave, haciéndola posar para Revello de Toro como si fuera una marquesa de pueblo, un título del Vaticano, una duquesa de Primo de Rivera, cuando su pasado es selecto entre las europeas noblezas. Revello de Toro, es que se dice y no se cree. ¿Cómo no va a haber garata republicana en la calle y en los Casinos?

Los cuartos de banderas crujen tensiones, las Cancillerías ponen cablegramas, los sindicatos pisan la calle con pie numeroso y urgente. ¿Hasta cuándo, Catilina? Estamos celebrando a Goya, caprichos y tapices, con auspicio de la ministra Aguirre y de los grandes críticos de arte, España arde de pinturas nuevas, de pintores vivos, vanguardias, hiperrealismos, novedades, el otoño caliente a la briosa manera de Goya, y la Corona, ajena al inmenso suspiro popular, posa con todas sus galas, toisones y cruces, virtudes y bandas, para el pintor de los abarroteros enriquecidos y los críticos cursis.

La Monarquía, que tanto nos costó traer, declina ahora en el lienzo amanerado, engañoso y empastelado de don Revello. ¿Es que un solo culpable puede acabar con los Borbones? La República arde en impaciencias, los malasañeros se mueren en brazos de los guardias, Manglano se deshoja en mil flores de sangre, y todo por la conmoción latiente de ver al rey y la reina en efigie de calendario de cocina. La Monarquía bizarra del 23/F y la Puerta de Alcalá ha claudicado ante el pintor de las alcaldesas y los caciques. Revello y cierra España. 


20 de septiembre de 1996, diario El Mundo


Y luego, devuelto ya a este libro, tendría que glosar (puesto a glosar mi presente inactual) un artículo feminista que trae la prensa de hoy, denunciándome como «misógino, cínico y benevolente». La autora, pese a que me conoce personalmente, no acierta en nada. Me ha brindado una página de publicidad gratuita, con una de las fotos mías de prensa que más me gustan. Así como me gustan los tres adjetivos de la serie (dedicada a los grandes hombres/grandes misóginos de España). «Misógino, cínico y benevolente.» A lo mejor es uno las tres cosas.

Tú sabrás, María, amor.

En todo caso, soy un misógino muy explotado por las mujeres. Pero la página está muy bien confeccionada, la foto queda divina y todo el contexto es benéficamente escandaloso, escandalosamente benéfico. Viene a reforzar mi línea (una de mis líneas) de escándalo social y literario. Tú conoces bien eso, María. ¿Cómo la pobre mujer, la articulista, es tan obtusa que no ha previsto eso? ¿Cómo no ha previsto que lo que resta es una página diabólica, cínica y publicitaria? Debo agradecer al periódico la forma en que lo ha dado, pues resulta engrandecedora, contando con lo que pudiéramos llamar mi marketing. Y es que estas pobres maduras luchan por una causa (vicaria, burguesa, falsamente rebelde), mientras que uno sólo lucha por la gran causa revolucionaria o por la causa personal de la personalidad. De la imagen. Como contribución a la imagen, el artículo de la tía, toda la página, son impagables.


En Europa, algunos intelectuales se han alzado pidiendo la vuelta del latín religioso. Ya Valle-Inclán nos mostraba en Divinas palabras cómo el latín del culto católico, no entendido por el pueblo, ejercía sobre este una suerte de sortilegio. Cuando escuchamos una lengua que no entendemos, lo que entra en juego es una suerte de fascinación más profunda, el mero hechizo de la voz humana, y aquí cabría decir lo que Umberto Eco de la televisión: «El mensaje es la electricidad». Sí, el mensaje del latín era también la electricidad, cuando estudiábamos a los clásicos latinos, como lo era para la señora de Mingote que le decía a su párroco madrileño: «Desde que hablan ustedes en castellano, ya no entiendo nada».


ANOCHE bailamos hasta las cuatro. El actor cansado, el periodista enfermo, la muchacha rubia de los grandes senos, la mujer bellamente, juvenilmente madura, la extranjera esbelta, el matrimonio burgués. Había un perro, música, imágenes. Esa hilazón indestructible (y que se destruye en un momento) de la amistad, la intimidad y la noche. ¿De qué nos defendemos cuando bailamos?

A mí, ya, la alegría y la música no me cogen por ninguna parte. En la reunión, como en todas las reuniones, había los que arden y los que no ardemos. Los que se mojan y los que no nos mojamos. Adivino bien, casi sin observar, quién se está abrasando en la hoguera del momento y quién permanece helado de frío, a la intemperie, fuera del círculo mágico, aunque esté dentro. Y ya esto quiere decir que yo no ardo. La vida, sí, nos vuelve incombustibles. Melancólico amianto, la tristeza. ¿De qué nos defendemos, repito, cuando bailamos? Uno se defiende de su enfermedad, otro de su miedo, otro de su fracaso. Una se defiende de su soledad, otra de su compañía. Lo que más admiro —no diré envidio— en noches así es el hombre o la mujer combustibles, poseídos de verdad por la fiesta, desposeídos de tiempo. Es una vieja admiración por el ser natural que come, baila, juega, duerme, ríe, habla, vive sin solución de continuidad. Acecho casi malignamente sus posibles desfallecimientos, el instante en que caerán otra vez en poder del tiempo. Nada, no hay desfallecimiento, salvo algún mero descanso físico. Casi desde pequeño he espiado y admirado y envidiado eso. Quería lograrlo para mí.


Estamos en época de matanza, cosa de la que nadie se acuerda aquí en la metrópoli, porque, como decía Pemán, lo malo de la civilización es que ya nadie sabe si las vacas tienen los cuernos delante o detrás de las orejas.


El Romanticismo como tal no me interesó nunca y de esta enemistad tiene la culpa don José Zorrilla. Los odios y amores de juventud ya se sabe que nos marcan para toda la vida. Me interesa mucho el Romanticismo crítico y desolado de Larra, pero no soporto el Romanticismo festivalero, cementerial y facilón de Zorrilla. Ya digo que la casa era interesante por dentro, de un Romanticismo carcomido por esos bichos que se comen el terciopelo rojo del tiempo como en una borrachera permanente, igual que las erratas se comen el texto de aquellos poetas.


De madrugada, la luna anda saltando de árbol en árbol, como una lechuza blanca, a medida que el tren avanza, da vueltas y revueltas, y en cuanto uno sale de la estación, ya están los pájaros, si es verano, en todos los árboles, haciendo una fiesta en cada copa verde.


Del término movida, el más hermoso participio creado por el cheli, nos ocuparemos ampliamente en su momento. Puede anticiparse que sus orígenes aparecen bastante claros. De basca, en cambio, no podemos decir nada concreto. Su nacimiento puede ser casual, onomatopéyico o muy restringido. Jean-Claude Coquet, a quien hemos citado aquí, dice que es eficaz todo procedimiento lingüístico que sirva para identificar y definir el objeto poético. Y el primordial objeto poético es la palabra, naturalmente. No la cosa que nombra o parece que nombra: perlas, flores, senos, ríos. No. La palabra misma como objeto fónico. Lo que el desaparecido Peter Weiss llamaba una «escultura léxica».

Así pues, no cabe decir que una palabra sea más poética (más sugerente, expresiva, afortunada o bella) por la claridad u oscuridad de su origen. Dentro de la paternidad de un idioma o un argot, todos los hijos son bastardos y todos son legítimos.

La belleza de basca es que no sabemos de dónde viene. Una gema tosca luciendo en la oscuridad de las hablas populares. La sugestión de movida es que remite a múltiples significancias del viejo verbo mover. De la penumbra cárdena de los cinturones periféricos del idioma, de la juventud, del futuro, viene la basca.