Así como Lorca oscurece un poco a Alberti, Alberti, a su regreso a España, oscureció un poco a Cendoya, que desde entonces, qué entonces, vive recluido en su piso de Chamartín de la Rosa, con su señora. No es sólo que la poesía social se haya pasado, con el advenimiento de la democracia o la muerte de Franco (la poesía social se pasó diez años antes), sino que el propio Daniel Cendoya ha renunciado a aquella versificación prosaica y cada día hace unos versos más esteticistas, intelectuales, incluso surrealistas, volviendo así a su juventud quebrada en 1936. Pero Cendoya ha hecho mucha vida de noche y vino, ha discutido de poesía y política hasta el alba, viviendo la rica confusión entre ambas cosas, y ha influido en un par de generaciones juveniles. Ahora, Cendoya se pasea por el parque de Berlín, nortes de la ciudad, con las pecas de la edad en la cara y en las manos (las pecas de la adolescencia vuelven en la vejez, como una ironía), un bastón con puño de plata en forma de T y su gran barriga de siempre, apenas atenuada por las dietas de la edad, ya que el organismo prefiere siempre tomar las grasas de otra parte, ignorando misteriosamente la barriga, respetándola como un atributo del yo. Daniel Cendoya, que contra Franco lo tenía muy claro, como todo el mundo, ahora lo tiene menos claro, de modo que en política ha optado por abstenerse y en poesía ha optado por tornar al experimentalismo de juventud, para el cual está muy dotado, ya que «lo social» siempre fue en él un voluntario empobrecimiento de su cultura y su pur sang literaria: sacrificio que nadie le ha agradecido ni pagado, que la vida es así, don Daniel, y hay que joderse y agarrarse para no caerse. Don Daniel se agarra al bastón.
Fragmentos de Francisco Umbral
Recopilación de maricrónica
El único escritor profesional y reconocido en Madrid que teníamos en la provincia era Miguel Delibes desde su Premio Nadal. Pero Miguel no acudió jamás a estos saraos antañones e inútiles. Yo le conocí pocos años más tarde en la redacción de El Norte de Castilla. Miguel me consagró literariamente cuando una tarde me diera veinte duros por un artículo.
Miguel Delibes, con precisión y optimismo, como hacía él las cosas, fue introduciendo mis artículos en periódicos y radios de provincias. Miguel estaba contento con el descubrimiento de un escritor nuevo que se llamaba Francisco Umbral. Él fue mi primer público y mi primer promotor. Tuvimos unos años de trabajar juntos. Yo atendía y entendía bien sus encargos y él comprendió en seguida lo que se podía esperar de mí y lo que no se podía esperar. Las mejores amistades nacen a la sombra de un trabajo compartido.
Coincido en una televisión con Concha Velasco. Pasamos una hora de espera, solos, charlando. Ella whisky y yo ginebra. «Estoy en una mala edad, Umbral.» Comprendo lo que quiere decir. La actriz, la cómica —me gusta decir «cómica» y «cómicos», como dicen ellos, con viejo y entrañable autodesprecio— tiene unos años en que ya es vieja para damita joven y todavía es joven para madre vieja, para «característica». Concha, que ha triunfado casi excesivamente (entiéndaseme), está viviendo la incertidumbre de esa transición, que en cambio no se da en los actores porque el género masculino somos más favorecidos por la sociedad, el tiempo y la profesión, casi siempre. En la mujer —aunque sea gran artista, como ésta— siempre y sólo se busca la lozanía. El hombre puede madurar e incluso ennoblecerse con los años. Siempre hay un papel para el hombre en el teatro y, lo que es más importante, en la vida. Concha tiene una belleza tan española que su cara es casi un tópico. Un tópico con un lunar. Y la risa perdurable. Cuando la creemos y sabemos triunfadora, basta un rato de charla íntima para que se me ensombrezca la gran riente, después de tantos años (ella cree que somos paisanos de Valladolid, aunque no es verdad).
Qué alivio, a medida que vamos abandonando misiones, en la vida. Ahora escribo frente a la ventana, comienzo un libro, un diario, no sé, algo sin otra forma que la forma natural de mi existencia, sin otro ritmo que el de mis días, que tampoco van siendo ya muy rítmicos.
Y no hago este libro, ni nada de lo que hago, buscando la profundidad, mi profundidad o la del mundo. Nunca he creído en la profundidad, ese mito en forma de pozo. Hegel, Freud, Adorno niegan la profundidad del hombre. El hombre es complejo por fuera y elemental por dentro. Más que elemental, común. Dice Laforgue: «La mujer es un ser usual». Y el hombre. Somos usuales, lo cual quiere decir, por el lado positivo, que tenemos algún uso. Y ya está bien.
Esta duda nada metódica, esta circunstancia conflictiva de España viene de que el español no se encuentra bien instalado en su medio, en su cultura, en su sociedad, desde que empezó la decadencia. El francés no se plantea nunca su ser francés (un hombre tan universal como Sartre sólo hace citas de escritores franceses). En cuanto al anglosajón, no es necesario señalar la condición insular de su cultura. La lengua inglesa sólo se ha universalizado a través de Estados Unidos. El español, en cambio, siempre está citando extranjeros, personas o ciudades, escritores o científicos. El conflicto casticismo/europeísmo se da en España no sólo en unas tribus contra otras, y en unas épocas contra otras, o en un hombre contra otro, sino también dentro del mismo hombre.
El rey don Juan Carlos, con los demás, no sé cómo es, pero conmigo es cambiante. El Borbón borbonea, que es lo suyo. Nos vemos varias veces al año, en sitios tan restringidos como Alcalá de Henares (con Chillida) o en La Zarzuela o el palacio de Oriente, entre republicanos, exiliados y toda la gallofa política y literaria, y un día que le dije «Cielo» a una infanta se la llevó en seguida:
—Cuidado con este Umbral, que tiene mucho peligro. Acaba de conocerte y ya te llama cielo.
Yo nunca fui rechazado por la Academia porque nunca me presenté. Presentaban a un tal Umbral que follaba y decía tacos, que escribía libros hermosos y sucios, que se salía por arriba de todas las aduanas del diccionario. Lo que ha habido entre la Academia y yo, más que un rechazo mutuo, es un equívoco. Pero sigo con Víctor y otros titulares con medalla.
Ahí queda su libro censurado, mancillado por los críticos y los jueces, mutilado e inmortal, como un puñado de hojas que el otoño ha reunido en el Luxemburgo. Hoy ese libro se estudia en todos los colegios de Francia y en todas las universidades del mundo. Las capitulares de Las flores del mal son los gatos escépticos y monologantes que ilustraron su soledad, los gatos que se pasean por los aleros del libro como por el tejado del suicida cuya vida no fue sino un largo suicidio. Había comprendido que no se puede «ser sublime sin interrupción». Pero Baudelaire, padre de la modernidad, sí es leído sin interrupción.
El hombre vive desgarrado entre las dos vías más profundas de conocimiento directo del mundo, la oral y la sexual, que la evolución ha situado, en él, a gran distancia la una de la otra.
Casi todos los mamíferos disfrutan o viven oralmente su falo, menos el hombre, por su posición erecta (casi todos los niños hemos intentado, mediante inútiles retorcimientos, alcanzar nuestro falo con la boca). De este distanciamiento trágico (uno de los precios que pagamos por la evolución), quizá vengan todas las homosexualidades: el hombre y la mujer disfrutan del sexo de otra persona como vicario del propio.
Lo que pasa es que el falo es falible. Esta falibilidad del falo —fiasco, lo llamaba Stendhal—, engendra toda la inseguridad del hombre y, por tanto, toda su seguridad; fascismos. Hitler era ciclón, que es como se llama en castellano al hombre de un solo testículo. El falo, falible o no falible, siempre compensa y remedia su falibilidad mediante la fantasía. Las fantasías del falo, las fantasías eróticas de la adolescencia y el sueño, superan con mucho las necesidades y posibilidades del falo. El falo imagina por sí mismo. El falo tiene imaginaciones que la imaginación (racional) ignora.
—Mira, Asís, estamos asistiendo a una constante de la historia. Olivares prescinde de Quevedo cuando se le antoja. Y, por venir más cerca, Alfonso XIII prescinde de Primo de Rivera cuando ya le resulta incómodo. El caso de Carlos V, agachándose a recoger el pincel caído de Tiziano ya viejo, es un caso que hace excepción. Franco prescinde de Serrano Súñer cuando le molesta y así sucesivamente. Felipe ha prescindido de Alfonso Guerra, no por lo del hermano, que cosas más graves se han visto y se verán atenuadas por la mano de Felipe. A Alfonso se le despide porque la criatura siempre se vuelve contra su creador, y Felipe es creación de Guerra, quien le lleva al teatro, en Sevilla, y luego le hace comprender que su manifiesto porvenir político, indeciso a esa edad, está en el PSOE. Quizá sin Alfonso, Felipe hubiera caído en otras tentaciones, como el comunismo de Carrillo, que era la más fuerte por entonces. Pero Guerra es ya otro Felipe, el revés del jefe, y un jefe, llegando donde ha llegado, no puede tener un doble, porque los dobles traicionan, como los «negros» en literatura.
Morisco del Hondo Sur, por su madre, cortisonado y retórico, Felipe González se me presenta hoy, en uno de tantos encuentros madrileños, periodísticos, como un viejo muchacho, adolescente apócrifo y cansado, con siete años menos que yo, ropa italiana elegida por su mujer, Carmen Romero (ay cuando la esposa ya sólo se queda para la guardarropía, para la prendería deserotizada del matrimonio), cenceño, irónico y mayormente cínico.
Otros domingos me quedaba en casa, con la fiebre de las amígdalas y la garganta florecida de medicinas, viendo en el techo las sombras de la tarde, y mi madre remota y tan cercana, en la habitación azul, yo no sé dónde, leyendo o escribiendo sobre la consola, aquella consola que tenía madera y alabeado de piano, que era como un piano hembra para la música de la prosa, el piano que tocaba mi madre, que no tocaba el piano.
Los regeneracionistas, los arbitristas, los reformistas, como Ganivet, Costa, Cellorigo, Mallada, Picavea, etc., nos hablan siempre de un proyecto español para España, y en sus programas faltan las suficientes alusiones al modelo europeo. Parece que España, perdido el Imperio, decide encontrarse a sí misma, y esto es la filosofía del 98. Pero paralelamente a estos salvadores de la patria como tal patria corren los europeizantes, los afrancesados, los modernistas, los importadores de Krause y los institucionistas. Todos aquellos, en fin, más interesados en hacer España soluble en Europa que en construir/reconstruir una patria berroqueña.
Nace así la pugna entre casticismo y europeísmo, que recorre todo nuestro siglo XX y le da argumento. Esta pugna la había ignorado el siglo XVII, cerradamente casticista, aunque ya decadente. En el siglo siguiente, los afrancesados —Moratín, Blanco White— son una especie rara: afrancesados y anglosajonizados, como en el XIX lo fue el propio Larra, frente al costumbrismo aplaciente de Mesonero, o Espronceda, baironiano, frente al nacionalismo macho de Zorrilla. En nuestro siglo, Rubén Darío viene a ser una figura providencial, no sólo en la poesía, pero en las costumbres, la moda, el gusto y un cierto cosmopolitismo que empieza a mirar hacia París, y con él la burguesía campoamorina.
EL REY Y LA REINA
Tormenta republicana, duelo al sol, clamor popular, griterío en los periódicos, querella monárquica, me sumo a la balasera. El rey ha hecho lo último que podíamos esperar de él, lo incalificable, lo afrentoso: el rey se ha dejado pintar otra vez por Revello de Toro.
Ni OTAN ni Maastricht. A uno le parece que lo más grave que ha obrado don Juan Carlos desde entonces hasta hoy es reincidir en Revello de Toro, posar otra vez para el gran pintor de calendarios, y, lo que es más inexplicable y cruento, mandar que metan a la reina Sofía en otro retrato parejo del parejo Revello. ¿Cómo no van a rugir las masas en la Casa de Campo, cómo no van a clamorear los periódicos, cómo no van a ponerse en pie los parlamentarios, como un solo escaño, ante tal abuso de poder?
A los antepasados de este rey los pintaban Velázquez y Goya. Todavía a don Alfonso XIII lo pintó Sorolla en el Retiro o por ahí, hermoso cuadro lleno de luz heráldica y sombra de la Historia. Desoyendo el gusto de su abuelo y la grandeza pictórica de sus ancestros, el rey actual, Juan Carlos, un hombre que ha dado la mano a Antonio López y a Chillida y a Álvaro Delgado, entre otros grandes artistas, se hace retratar una y otra vez por el habilidosillo portadista Revello de Toro. ¿Adónde va la Monarquía, adónde va la Constitución, adónde va España, Señor, Señor?
Los editorialistas están en una llaga estos días, los pensadores políticos están en un grito, desde la izquierda roussoniana y campestre a la derecha liberal y progresiva de Aznar, la España se cruje ante tan inmenso error. ¿Es que el rey cree que puede elegir sus pintores libremente, como si esto fuera una monarquía absoluta? ¿Es que el gusto del pueblo y de los intelectuales no cuenta?
Don Juan Carlos ha vuelto a agraviar a los artistas de España, tantos y muchos, todos buenos, decantándose por el más convencional, y ha sometido a igual perpetración histórica a la reina, esta reina dulce, ilustrada y grave, haciéndola posar para Revello de Toro como si fuera una marquesa de pueblo, un título del Vaticano, una duquesa de Primo de Rivera, cuando su pasado es selecto entre las europeas noblezas. Revello de Toro, es que se dice y no se cree. ¿Cómo no va a haber garata republicana en la calle y en los Casinos?
Los cuartos de banderas crujen tensiones, las Cancillerías ponen cablegramas, los sindicatos pisan la calle con pie numeroso y urgente. ¿Hasta cuándo, Catilina? Estamos celebrando a Goya, caprichos y tapices, con auspicio de la ministra Aguirre y de los grandes críticos de arte, España arde de pinturas nuevas, de pintores vivos, vanguardias, hiperrealismos, novedades, el otoño caliente a la briosa manera de Goya, y la Corona, ajena al inmenso suspiro popular, posa con todas sus galas, toisones y cruces, virtudes y bandas, para el pintor de los abarroteros enriquecidos y los críticos cursis.
La Monarquía, que tanto nos costó traer, declina ahora en el lienzo amanerado, engañoso y empastelado de don Revello. ¿Es que un solo culpable puede acabar con los Borbones? La República arde en impaciencias, los malasañeros se mueren en brazos de los guardias, Manglano se deshoja en mil flores de sangre, y todo por la conmoción latiente de ver al rey y la reina en efigie de calendario de cocina. La Monarquía bizarra del 23/F y la Puerta de Alcalá ha claudicado ante el pintor de las alcaldesas y los caciques. Revello y cierra España.
20 de septiembre de 1996, diario El Mundo
Y luego, devuelto ya a este libro, tendría que glosar (puesto a glosar mi presente inactual) un artículo feminista que trae la prensa de hoy, denunciándome como «misógino, cínico y benevolente». La autora, pese a que me conoce personalmente, no acierta en nada. Me ha brindado una página de publicidad gratuita, con una de las fotos mías de prensa que más me gustan. Así como me gustan los tres adjetivos de la serie (dedicada a los grandes hombres/grandes misóginos de España). «Misógino, cínico y benevolente.» A lo mejor es uno las tres cosas.
Tú sabrás, María, amor.
En todo caso, soy un misógino muy explotado por las mujeres. Pero la página está muy bien confeccionada, la foto queda divina y todo el contexto es benéficamente escandaloso, escandalosamente benéfico. Viene a reforzar mi línea (una de mis líneas) de escándalo social y literario. Tú conoces bien eso, María. ¿Cómo la pobre mujer, la articulista, es tan obtusa que no ha previsto eso? ¿Cómo no ha previsto que lo que resta es una página diabólica, cínica y publicitaria? Debo agradecer al periódico la forma en que lo ha dado, pues resulta engrandecedora, contando con lo que pudiéramos llamar mi marketing. Y es que estas pobres maduras luchan por una causa (vicaria, burguesa, falsamente rebelde), mientras que uno sólo lucha por la gran causa revolucionaria o por la causa personal de la personalidad. De la imagen. Como contribución a la imagen, el artículo de la tía, toda la página, son impagables.
En Europa, algunos intelectuales se han alzado pidiendo la vuelta del latín religioso. Ya Valle-Inclán nos mostraba en Divinas palabras cómo el latín del culto católico, no entendido por el pueblo, ejercía sobre este una suerte de sortilegio. Cuando escuchamos una lengua que no entendemos, lo que entra en juego es una suerte de fascinación más profunda, el mero hechizo de la voz humana, y aquí cabría decir lo que Umberto Eco de la televisión: «El mensaje es la electricidad». Sí, el mensaje del latín era también la electricidad, cuando estudiábamos a los clásicos latinos, como lo era para la señora de Mingote que le decía a su párroco madrileño: «Desde que hablan ustedes en castellano, ya no entiendo nada».
ANOCHE bailamos hasta las cuatro. El actor cansado, el periodista enfermo, la muchacha rubia de los grandes senos, la mujer bellamente, juvenilmente madura, la extranjera esbelta, el matrimonio burgués. Había un perro, música, imágenes. Esa hilazón indestructible (y que se destruye en un momento) de la amistad, la intimidad y la noche. ¿De qué nos defendemos cuando bailamos?
A mí, ya, la alegría y la música no me cogen por ninguna parte. En la reunión, como en todas las reuniones, había los que arden y los que no ardemos. Los que se mojan y los que no nos mojamos. Adivino bien, casi sin observar, quién se está abrasando en la hoguera del momento y quién permanece helado de frío, a la intemperie, fuera del círculo mágico, aunque esté dentro. Y ya esto quiere decir que yo no ardo. La vida, sí, nos vuelve incombustibles. Melancólico amianto, la tristeza. ¿De qué nos defendemos, repito, cuando bailamos? Uno se defiende de su enfermedad, otro de su miedo, otro de su fracaso. Una se defiende de su soledad, otra de su compañía. Lo que más admiro —no diré envidio— en noches así es el hombre o la mujer combustibles, poseídos de verdad por la fiesta, desposeídos de tiempo. Es una vieja admiración por el ser natural que come, baila, juega, duerme, ríe, habla, vive sin solución de continuidad. Acecho casi malignamente sus posibles desfallecimientos, el instante en que caerán otra vez en poder del tiempo. Nada, no hay desfallecimiento, salvo algún mero descanso físico. Casi desde pequeño he espiado y admirado y envidiado eso. Quería lograrlo para mí.
El Romanticismo como tal no me interesó nunca y de esta enemistad tiene la culpa don José Zorrilla. Los odios y amores de juventud ya se sabe que nos marcan para toda la vida. Me interesa mucho el Romanticismo crítico y desolado de Larra, pero no soporto el Romanticismo festivalero, cementerial y facilón de Zorrilla. Ya digo que la casa era interesante por dentro, de un Romanticismo carcomido por esos bichos que se comen el terciopelo rojo del tiempo como en una borrachera permanente, igual que las erratas se comen el texto de aquellos poetas.
Del término movida, el más hermoso participio creado por el cheli, nos ocuparemos ampliamente en su momento. Puede anticiparse que sus orígenes aparecen bastante claros. De basca, en cambio, no podemos decir nada concreto. Su nacimiento puede ser casual, onomatopéyico o muy restringido. Jean-Claude Coquet, a quien hemos citado aquí, dice que es eficaz todo procedimiento lingüístico que sirva para identificar y definir el objeto poético. Y el primordial objeto poético es la palabra, naturalmente. No la cosa que nombra o parece que nombra: perlas, flores, senos, ríos. No. La palabra misma como objeto fónico. Lo que el desaparecido Peter Weiss llamaba una «escultura léxica».
Así pues, no cabe decir que una palabra sea más poética (más sugerente, expresiva, afortunada o bella) por la claridad u oscuridad de su origen. Dentro de la paternidad de un idioma o un argot, todos los hijos son bastardos y todos son legítimos.
La belleza de basca es que no sabemos de dónde viene. Una gema tosca luciendo en la oscuridad de las hablas populares. La sugestión de movida es que remite a múltiples significancias del viejo verbo mover. De la penumbra cárdena de los cinturones periféricos del idioma, de la juventud, del futuro, viene la basca.
EL APIO como un duende por la casa, el vino discurriendo en lagartijas rojas, los ajos como pedrisco, en toda la cocina, el pimentón en regueros, los caminos brillantes de la sal, como un paisaje ártico, los caminos sencillos del azúcar, casi como una procesión de hormigas blancas, los lagos enlagunados del vinagre, el serpentón del aceite entre las patas de las mesas y las sillas, un desperezamiento verde y lento, el colorido de las mermeladas, blancas, rojas, moradas, rosa, verdes, como un pintor despedazado, el espeso canal del chocolate, fluyendo hacia su propio grosor en oscuras penínsulas de perfume, toda la despensa en libertad, invadiendo la casa, viajando entre las tarimas y las alfombras, volviendo la cocina del revés, desconcertando la tarde sombría con luz verde de loro en aquella casa sin loros.
Carlo, escaso, barbita sucia, proxeneta, bizqueando, le sonreía con dientes de hambre, venía por entre las mesas hacia la barra, hacia él, confidencial y ostentoso al mismo tiempo. Carlo, de piel ofidia, de hueso desnutrido, con su blando traje de mezclilla y su suéter flojo, marrón, como una gola desbordando el cuello de la chaqueta y la barbita envidiosa del tipo. Carlo, fumador y susurrante, conversador al oído, pájaro de café con leche, pobre sexual, mendigo sexual, malo, todo de uñas mordidas y venas viejas, Carlo, sin edad, venía hacia él para pedirle un chivas y un cigarrillo. Para la confidencia sucia y el consejo fácil, el halago deslizante, el odio: tú tienes clase, tú vales dinero, te vas a hacer el amo.
—Tú tienes clase, tú vales dinero; te vas a hacer el amo.
A Juan Luis Cebrián le había conocido yo por las redacciones de Madrid —Informaciones, Pueblo—, siempre primero de la clase, siempre rubio, aplicado y hermético. Nada más salir El País, me llamó una noche:
—¿Ves este periódico tan serio que hacemos, esta cosa con tanta barba? Bueno, esto necesita un columnista, y a mí el único que me gusta eres tú.
A uno, naturalmente, le gusta más el Valle novelista, pero a ambos los estudio con igual detenimiento y placer. Mi libro no es que carezca de procedimiento, sino que evita los procedimientos académicos, universitarios, «profesionales», habituales, consagrados, para atenerse a otro sistema más personal y quizá un poco heterodoxo, tampoco demasiado, que pasaron los tiempos de jugar a escritor maldito. Al menos pasaron para mí. Valle no deja de ser un maldito, empero, de modo que tampoco necesito poner el énfasis en esta calidad/cualidad, sino sólo mostrarla, como decía Flaubert que se debe hacer en la novela. Y Valle, sin ser flaubertiano, está muy en la modernidad narrativa del francés.
Hay en este libro mío una cronología implícita. Stendhal, que tantos trucos conocía de la novela, no da el tiempo mediante fechas, sino mediante síntomas, detalles. Algo así ha hecho uno, mayormente cuando esto no es una biografía, sino una lectura muy personal del que considero el mayor/mejor escritor español de todos los tiempos, en cuanto a acumulación de facultades. No digo, pues, que no haya otros más profundos o trascendentales.
—Tú eres Pedro.
—Tú eres Jonás.
Estaban orinando hombro con hombro y de pronto se reconocieron, aunque no se veían desde la escuela. Salieron juntos a la calle. Ya me imagino a lo que vienes aquí. Y yo a lo que vienes tú. No me digas más. Eso es que no te van bien las cosas. Como a ti. Pedro es bajo, ancho, con el pelo muy negro, liso y revuelto, y la cara color de tierra y cicatriz. Jonás es Jonás. Ya en la escuela eran los peores. Compañeros de pupitre y por eso mismo enemigos. Jonás le había reventado una oreja a Pedro, en un recreo, y Pedro le había abierto la cabeza a Jonás, en unos novillos de invierno. Iban a todas las canteas y a veces estaban en el mismo bando, y a veces en bandos contrarios. Pedro tenía mejor puntería, y además sabía caminar sobre las manos. Jonás era más paciente y más cruel. ¿Cuál fue la oreja que te reventé? Ya ni me acuerdo. Beben vino en el bar de la esquina, que es donde los señores de la Audiencia llevan a tomar churros a los niños del mercado, a sus posibles conquistas.
—¿Y usted qué quiere, joven?
—Hacerle una entrevista para provincias.
—Pepe Ortega ha escrito sobre la redención de las provincias. Las provincias no tienen redención.
(Es falso que don Ramón cecease: yo le he hecho algunas entrevistas, a más de esta que cuento, y no ceceaba nada: su ceceo ha quedado como la homosexualidad de Sócrates, en una hipótesis de trabajo para los que no quieren trabajar en serio.)
—Entonces ¿qué tienen que hacer las provincias, don Ramón?
—Incendiar Madrid.
(Aquello era toda una exclusiva y se iba a vender bien en provincias y en todas partes.)
—Baroja.
—El otro día lo he encontrado en la calle de Alcalá y venía del heraldólogo de recoger su árbol genealógico. No te jode el anarquista.
—Galdós.
—Una vez se paseaban Baroja y él por la periferia. Al llegar al límite del casco urbano, uno de ellos dijo: «Volvámonos, esto ya no es Madrid.»
—¿Cómo se llama esa figura, don Ramón?
El Ateneo era una mitología flotante de óleos del XIX y estatuas malas, como un naufragio en el mar del olor a sopa.
—Eso se llama provincianismo.
—Cuentan los cronicones que usted ha reventado estrenos teatrales de Galdós.
—Es un viejo que sólo mira la peseta. Tiene calculado lo que va a darle, en reales, cada Episodio nacional. La historia de España no se escribe a cuproníquel.
—En El Pardo hay un Tirano Banderas, don Ramón.
—Todo estaba previsto en el libro mío que usted ha citado, joven. Y en El ruedo ibérico, del que ya ha salido algo. Lea usted El ruedo ibérico, joven.
YO había vivido el tardofranquismo a la sombra de las muchachas rojas. Noches de Oliver, presididas por la trasnochatriz María Asquerino, con su Versalles de galanes, galantes, violantes, violadores, cómicos, cómicas, enamorados de varios sexos que hacían cerco y círculo en tomo a la reina tácita del alba del alhelí albertiano y de izquierdas.
Era la izquierda exquisita o izquierda festiva, como, más madrileñamente, la llamó Manolo Summers. Tenía su zarina en la gran María y su cabeza visible, de calva pálida y un poco papal, en Adolfo Marsillach, que a veces se quitaba o se ponía la cabeza para que se le viese la inteligencia —se le veía de todos modos—, y que por entonces tenía una mujer oficial, espectacular y quizá banal: Tere del Río.
Quevedo, Larra, Ramón Gómez de la Serna. De entre toda la literatura madrileña, copiosa, revuelta, caliente, habladora, esos tres nombres. Quevedo es el arrebato; Larra, la lucidez; Ramón, el lirismo. Con arrebato, lucidez y lirismo quisiéramos escribir, haber escrito de Madrid. Quevedescamente, larrianamente, ramonianamente. Demasiado, ¡ay!, para un hombre solo. Nazco en Madrid, Ribera de Curtidores y hago día a día, viviendo, escribiendo, amando en Madrid, muriendo en Madrid, periodísticamente, el libro de mi ciudad, mi libro de la ciudad.
No porque una ciudad sea más que otra ni quepan ya casticismos en un libro, sino porque prefiero lo concreto a lo general, la materia de la vida a la broma del idealismo.
Hay que ser de un sitio, de una ciudad, de un barrio, no por patriotismo (la idea de patria es una idea beligerante, peligrosa a la larga, quizá), sino por mera praxis, por aplicarse a una realidad concreta, evolucionable, vividera, conocida, transformable e incluso, quizá, mejorable.
En la banda reinaba el desconcierto. Dupont y yo, al atardecer, cruzamos el río por el puente y nos fuimos a casa. Nadie nos dijo nada. Íbamos en silencio y nos separamos en el primer cruce de calles. Dupont, que había leído en la biblioteca de la plaza muchas novelas de crímenes, debía estar un poco decepcionado. Sin duda, esperaba protagonizar —tan tímido y con aquellas orejas— una aventura de verdad, con juzgados, detectives e interrogatorios. Pero no dijo una palabra. Dupont sabía callar. Sabía perder.
Lo de Libertad era como un gañido en mitad de la calle, pero el público de la ciudad apenas si se interesó por el nuevo periódico (que en general se regalaba), que era fundación del rústico y dinámico Onésimo, un hombre curtido por guerras donde no había estado, un señorito con fincas que se sentaba en el Casino de la ciudad a decir que había que acabar con la burguesía usuraria y el liberalismo caduco. Todo esto, frente a la sonrisa trastámara, escéptica, irónica, blanda y elegante de don Paco Cossío, que se bebía despacio el único whisky —dorado, anglo— que se bebía en la ciudad.
Los intelectuales exquisitos, los que iban todas las noches a la bodeguiya a pedir un cargo en Estrasburgo, los editorialistas profesionales de la objetividad (la objetividad es un oficio tan convencional como el teatro, porque tampoco existe, como la obra que se pone) fueron conminados por Felipe a hacer un manifiesto pro/OTAN, ya que la intelectualidad de la calle, la gente libre, los artistas, estaban todos en contra. Dopados de whisky y ambición, hicieron y firmaron una cosa llena de avilantez y sofisma que a alguno de los mejores le avergüenza hoy. Otros, por mero resentimiento de no haber recibido las treinta monedas de la traición en divisas para Estrasburgo, se han vuelto contra la Moncloa, lo cual que andan perdidos y nocturnos, que es lo suyo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)